Cárceles los estragos de una guerra fallida
Autor: Ana Lilia Pérez | Sección: Sociedad |
14 FEBRERO 2012
La “guerra” oficial contra el narcotráfico agravó el hacinamiento, la corrupción y el autogobierno en las cárceles que integran el sistema penitenciario mexicano. Más de la mitad de los penales son gobernados por los internos y se han convertido en centros de operación y reclutamiento del crimen organizado. Otro fracaso de la estrategia contra el narcotráfico y las organizaciones criminales
Javier Paniagua Sarabia subió a su automóvil donde lo esperaba su esposa Lidia Santiago Cruz. Recién había terminado su turno, cuando el custodio del Centro de Reinserción Social Morelos, ubicado en el poblado de Atlacholoaya, a 5 kilómetros de Cuernavaca, fue interceptado por un comando armado. Lo bajaron de su Chevrolet Corsa y se lo llevaron. Horas después estaba hospitalizado, severamente golpeado y con un mensaje para su jefe Luis Navarro Castañeda, director del penal: “Que le bajara o se lo cargaría la chingada”.
Navarro había llegado como director hacía apenas unos meses, de la Cárcel Distrital de Tetecala donde desempeñaba el mismo cargo, y antes fue director de la Cárcel Distrital de Puente de Ixtla. Dos semanas después de aquel mensaje, el 29 de mayo de 2010, cerca de las 10:00 horas, camino a su oficina, un comando lo levantó cuando circulaba cerca del penal. Lo bajaron y lo subieron a un vehículo. La camioneta oficial en la que viajaba quedó a mitad de la calle, encendida y con las puertas abiertas, sobre la avenida principal que conduce a la prisión.
Tres horas después sus restos aparecieron en cuatro puntos de Cuernavaca. Su cabeza yacía en una avenida de la colonia Satélite, frente a una guardería del Instituto Mexicano del Seguro Social, cercana a la salida a Acapulco, envuelta en una bolsa de plástico, dentro de una para regalo y papel impreso decorado con cartas de póquer. Junto una cartulina con un mensaje firmado por el Cártel del Pacífico Sur, que advertía que así terminarían todas las autoridades y jefes de custodios que apoyaran al sicario Édgar Valdez Villarreal, la Barbie.
En la colonia Buena Vista, rumbo al Distrito Federal, yacían los brazos y las piernas. En el libramiento de Cuernavaca, estaba el tronco del cuerpo, frente a un Colegio Nacional de Educación Profesional Técnica y a espaldas de una escuela secundaria.
Hasta hacía unos años, el Centro de Readaptación Social (Cereso) de Morelos era identificado como uno de los penales más eficientes de la entidad y un “modelo”, pero con la guerra oficial contra el narcotráfico y la delincuencia organizada todo cambió. Con el cuerpo de Navarro esparcido sobre el asfalto de Cuernavaca, los cárteles dejaron claro quien manda fuera y dentro de la prisión.
Este Cereso es una de las 419 prisiones que forman parte del sistema penitenciario mexicano, y una de las que, de acuerdo con el Diagnóstico nacional de supervisión penitenciaria, elaborado por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), se maneja con un autogobierno, es decir que quien controla la administración son los internos y no la autoridad.
En su Plan Nacional de Desarrollo 2007-2012, el presidente Felipe Calderón Hinojosa prometió la modernización del sistema penitenciario basada en el trabajo y la coordinación de los tres órdenes de gobierno “para mejorar los mecanismos de readaptación y rehabilitación de los internos”. Pero en la postrimería de su administración, los resultados evidencian que no sólo no hubo avance en la materia, sino que, por el contrario, muchas prisiones se consolidaron como otra zona de operación del crimen organizado, de acuerdo con la evaluación de expertos criminalistas, abogados y representantes de las comisiones de derechos consultados por Contralínea.
Omisiones criminales
Desde 2001, la CNDH emitió una recomendación general en la que advertía de la saturación en los reclusorios, que deriva en condiciones indignas y sobre todo, que impide la readaptación. En 2004, se formuló una segunda que evidenció el incremento de la problemática.
En 2007, inició la guerra oficial contra el narcotráfico, traducida en detenciones masivas en las que se hacinaba lo mismo a integrantes de la delincuencia organizada con presos comunes, y, en el peor de los casos con personas víctimas de detenciones extrajudiciales o a quienes al cabo del tiempo la autoridad no podría comprobarles ningún delito.
Para 2008, la CNDH, en una nueva recomendación, alertó del peligroso hacinamiento, del autogobierno y los riesgos asociados, pero las autoridades fueron omisas.
El ingresar a penales municipales y estatales a integrantes del crimen organizado y en las razias a personas a la que nunca se les comprobó ningún delito, junto con internos del fuero común de baja peligrosidad, o incluso detenidos por sanciones administrativas, tuvo para muchos penales resultados desastrosos dadas las condiciones de deterioro del sistema penitenciario mexicano, identificado por el Observatorio Internacional de Prisiones como uno de los 10 peores a nivel mundial.
De acuerdo con cifras oficiales de la Secretaría de Seguridad Pública, hasta octubre de 2011, casi el 50 por ciento de los presos ingresados bajo delitos federales, incluida la delincuencia organizada, aún no estaba sentenciado.
Luis González Placencia, doctor en política criminal por el Instituto Nacional de Ciencias Penales, y actual presidente de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, señala que el enfoque de la guerra oficial “no debió de ser únicamente punitivo, porque ese enfoque generó la problemática que se vive ahora. Lo primero que debió de haberse pensado es si la cárcel los iba a contener o no”.
Y es que, por los niveles de impunidad, corrupción y autogobierno, la cárcel “perdió esa condición de amenaza que se supone la haría el mecanismo para que la gente dejara de delinquir, para convertirla en un engranaje más en todo el proceso. Para quien se dedica al crimen se convirtió sólo en un riesgo de trabajo, e incluso en una oportunidad de supervivencia”, observa González Placencia.
El negocio de la sobrepoblación
Los 419 centros penitenciarios tienen una capacidad para 186 mil 176 internos, de manera que hay 45 mil 334 en hacinamiento. Proporcionalmente, son 211 centros en los que hay sobrepoblación, que en ocasiones rebasa el 200 por ciento de su capacidad.
Por entidad federativa, los reclusorios con mayor sobrepoblación es el Distrito Federal, Estado de México, Jalisco, Sonora, Chiapas, Puebla, Nuevo León, Baja California, Baja California Sur, Tabasco, Guerrero, Morelos, Hidalgo, Nayarit, Veracruz, Quintana Roo, Yucatán, Aguascalientes, Chihuahua, lo mismo prisiones municipales, que ceresos, e incluso algunos centros federales de readaptación social.
Cada penal es un caso particular, pues en algunos hay internos que literalmente pagan por tener una, dos, tres, o el número de celdas según la posibilidad económica que tengan –en penales como el Cereso de Puente Grande, un interno tenía cinco celdas para su uso exclusivo– y en algunas estancias, cuya capacidad máxima es de seis internos, cohabitan hasta 40. Viven y duermen de a gallo (de pie), y si acaso en el piso ya no hay cupo entonces colgados a los barrotes, asidos con hamacas, un cinturón o cualquier cuerda.
“La sobrepoblación no permite un trato adecuado para los internos, tampoco la atención personalizada, mucho menos que desempeñen talleres o actividades educativas”, señala Adrián Ramírez, presidente de la Liga Mexicana por la Defensa de los Derechos Humanos (Limeddh).
Pero la sobrepoblación “es un gran negocio”, refiere González Placencia, quien cuenta con una amplia trayectoria de estudio e investigación de los penales. “La saturación genera grandes negocios porque los espacios se venden. Cada insumo se convierte en un privilegio y éste tiene un costo, y por ello también se permite el autogobierno, ya que en muchas ocasiones quienes controlan ese negocio son grupos de internos. Las ganancias que generan todos los negocios ilegales y legales en los penales son tan altas, que hoy por hoy la cárcel es muy rentable, una verdadera economía”.
Los lucros que cada penal genera son relativos. Por ejemplo, sólo los de la venta de mariguana en el Cereso de Puente Grande, Jalisco, se estiman en 3 millones de pesos.
De allí que tales áreas son zonas en disputa entre grupos criminales en vías de erigirse como autogobierno. La estimación es que hoy, más de la mitad de los reclusorios de todo el país tienen autogobierno; es decir que quienes imponen la ley en cana (dicho en la jerga penitenciaria) son los internos, y, en muchos casos, éstos son integrantes de la delincuencia organizada.
Del hacinamiento al autogobierno
El Diagnóstico nacional de supervisión penitenciaria, elaborado por la CNDH, identifica los penales de Baja California, Campeche, Chiapas, Chihuahua, Coahuila, Durango, Distrito Federal, el Estado de México, Hidalgo, Morelos, Nayarit, Nuevo León, Oaxaca, Puebla, Querétaro, Quintana Roo, San Luis Potosí, Sinaloa, Tabasco, Tamaulipas, Veracruz, Yucatán y Zacatecas, donde grupos de internos son los que ejercen el control, imponen su ley, regentean los negocios y coadministran el penal.
El Diagnóstico refiere que “se trata de un sistema de gobierno paralelo al régimen interior, que legalmente debe de prevalecer en un centro penitenciario, con una estructura organizada a partir de una jerarquía de mando, mediante la cual, además de imponer métodos informales de control, efectúan actividades ilícitas intramuros”.
El autogobierno se traduce en un negocio prolífico del cual en muchos casos se comparte la sociedad con custodios o incluso personal administrativo de los penales. Es una fuente de ingresos que emana desde el cobro por el pase de lista a los internos, la autorización y renta de áreas conyugales, la administración de las tienditas, el suministro de drogas, el contrabando de todo tipo de mercancías, entre otros.
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