El presidente cumplió su agenda tal cual estaba planeada el 1 de diciembre pasado. Tomó protesta ante el Congreso de la Unión y luego se dirigió al Palacio Nacional a leer un discurso de 50 minutos. En las calles, las manifestaciones de repudio al nuevo gobierno fueron brutalmente reprimidas. El primer día de Enrique Peña Nieto en el cargo fue de alto riesgo para estudiantes y activistas
Rogelio Velázquez.
Jueves 06 de Diciembre del 2012.
Los policías capitalinos corrían desesperados por la avenida 20 de Noviembre. Algunos, con los nervios crispados, rompían la formación. Otros tropezaban. Sabían que debían de cubrir todo el perímetro, pero las órdenes y contraórdenes de sus superiores los desorganizaban.
—¡Fórmate bien, cabrón!, ¡hagan una fila, no se separen!, ¡no los dejen pasar! –gritaba, colérico, un comandante.
Corrían a una esquina, cubrían otra, descubrían una tercera, era un caos: no sabían cómo impedir que el pequeño grupo de manifestantes ingresara a las calles por donde pasaría el recién investido presidente de la República. No paraban de sudar, el calor del medio día era intenso.
Los inconformes, alrededor de 50 personas, se dispersaban en grupos y trataban de bloquear a toda costa la llegada de la caravana presidencial y mediática al Palacio Nacional.
Ante la impotencia, una frase que resumía la rabia y la indignación contenida se convertiría en consigna. Las gargantas de los jóvenes repetían con energía, señalando, acusando a los policías: “¡Los van a matar los narcos!, ¡los van a matar los narcos!”. Los policías se indignaban. La frase calaría hondo en el cuerpo de seguridad.
Ésa pareciera ser una amenaza pero no lo era. Se trataba de un epítome del sexenio anterior –el cual, tenía menos de 12 horas de haber terminado– contenido en seis palabras. Así, le adviertían a la Policía que tal vez algún día podrían recibir su castigo, en caso de que reprimieran la protesta. La frase era, además, una invitación a la reflexión policial.
Rumores
Araceli Hernández se había despertado 5 horas antes. Desde las 7:00 horas se alistaba para asistir al Palacio Legislativo de San Lázaro para manifestarse en contra de la figura presidencial, la cuestionada elección, la reforma laboral y el modelo de seguridad del nuevo gobierno federal, entre otras cosas.
Al parecer sus amigos seguían dormidos. En los teléfonos celulares sólo respondía la voz que sugiere dejar un mensaje en el buzón de llamadas. Pensó darles tiempo. Desayunó, se baño y por fin contestó uno de ellos. No obstante, la cita era hasta las 10:00 horas en una estación del Sistema de Transporte Colectivo Metro al Oriente de la Ciudad de México.
Cuándo su amigo llegó, 40 minutos tarde, en el Congreso ya se habían enfrentado policías federales y manifestantes desde, por lo menos, 4 horas antes.
Mensajes de texto y llamadas informaban de la “brutal” represión en las inmediaciones del recinto legislativo. Corrían rumores de que los proyectiles de la Policía Federal habían matado ya a dos personas. Los medios de comunicación sólo reportaban varios lesionados, entre ellos dos de gravedad por heridas de alto impacto en la cabeza.
Muertos o no, había sido un ataque que recordaba al operativo policial encabezado por el nuevo presidente cuando era gobernador del Estado de México, que marcó la historia del país: Atenco. Con dicho referente, Araceli sabía que era un riesgo trasladarse al Zócalo capitalino. Empezó el nerviosismo, tal vez miedo, pero al final el coraje se impondría.
—Se va a poner bien cabrón, pero vamos –le dijo a su compañero.
El cerco
Los manifestantes no podían acceder a las calles principales del Centro Histórico pero hacían retroceder a la Policía. Replegaron a los uniformados sobre la avenida 20 de Noviembre, desde la tienda departamental Liverpool de la calle Venustiano Carranza hasta casi la avenida José María Izazaga.
De pronto, llegó otro grupo de policías, más organizados, más decididos. Los jóvenes empezaron a retroceder, los uniformados detrás de ellos. Los que protestaban se detuvieron; volvieron a correr, de nuevo se detuvieron y optaron por refugiarse en la calle de Regina: una ratonera.
Los policías de Marcelo Ebrard, jefe de gobierno del Distrito Federal, aumentaron la velocidad, los jóvenes también. Los testigos de la persecución se asustaban; eran comensales de los negocios de comida ubicados en algunas mesas sobre la acera.
Un grupo de menos de ocho personas ya no corrió, se refugió en un local. Algunos uniformados se quedaron para tratar de detenerlos. Los demás corrían por las estrechas calles del Centro para buscar manifestantes: la cacería había comenzado.
Los jóvenes sabían que no podían acercarse al Zócalo. La plaza principal del país estaba rodeada por cientos de elementos de seguridad: policías federales, elementos del Estado Mayor Presidencial y distintas corporaciones policiacas de la Ciudad.
Nerviosos, buscaron acercarse al Eje Central. Corrieron hacia la salida de la ratonera. De pronto, una imagen los dejó helados: más uniformados les cerraron el paso de frente. No podían regresar porque los venían persiguiendo; no podían avanzar porque podrían ser detenidos. Entonces, decidieron meterse por la calle de Bolívar hacia el Norte y descubrirían que todas las salidas al Eje Central estaban bloqueadas. Los negocios en los que podrían refugiarse bajaron sus cortinas.
Nuevamente, corrieron, se detenían, corrían, dudaban. Estaban rodeados y era cuestión de tiempo para que fueran detenidos.
“¡Compañeros, ahí vienen los puercos!”, grita alguno, desesperado.
No haré tonterías
Araceli se dio cuenta de la magnitud de la situación cuando por las bocinas del Sistema de Transporte Colectivo Metro informaron que la estación Zócalo estaba cerrada. Su amigo y su prima, estudiante de bachillerato, decidieron ir hasta Allende.
Al salir del Metro percibieron el ambiente tenso. Recorrieron, con paciencia, cada una de las calles que tienen acceso a la plancha del Zócalo. No tuvieron suerte: Tacuba, 5 de Mayo, Madero, 16 de Septiembre y Venustiano Carranza estaban cerradas.
Araceli portaba un cartel hecho esa misma mañana: “México no tiene presidente”, la frase es una de las más famosas que ha surgido en Twitter sobre las protestas.
“¡No te preocupes; está tranquilo! “Sí, ya sé que hay muchos policías pero no me va a pasar nada!” “¡No, no haré ninguna tontería!” Respuestas, intentos de diálogo a por el teléfono celular.
No encontraron forma siquiera de acercarse a unos metros de la histórica plaza. Ante el fracaso decidieron acudir a Bellas Artes: escucharon que un contingente numeroso que estuvo por la mañana en San Lázaro se dirigía para allá.
En la calle de Eje Central, esquina con Donceles, las huellas de la batalla: piedras rotas sobre el asfalto, palos tirados, tubos abandonados, decenas de vehículos de policías, ambulancias, automóviles estacionados en sentido contrario, reporteros corriendo de un lado a otro, pero ningún manifestante.
Por la calle de Madero avanzaban los uniformados rumbo al Zócalo, parecería que todo había terminado. De pronto el humo se levantó en la Alameda Central. Desde la puerta del Palacio de Bellas Artes se podía observar el mayor enfrentamiento entre policías y manifestantes que ha ocurrido en los últimos años.
¡Viva la revolución!
Los estudiantes no sabían si huir o quedarse a reforzar a los manifestantes en la gresca con la policía. Algunos optaron por escapar y otros por incorporarse a la batalla.
La esquina de Avenida Juárez y Eje Central se convertiría en una zona de guerra. Los policías bloquearon la avenida. Los furiosos manifestantes, indignados por los hechos ocurridos horas antes en el Congreso, decidieron enfrentar a la autoridad. Las fotos de un estudiante y un maestro a quienes se creyó muertos ya habían circulado profusamente por las redes sociales. “Ya tenemos dos muertos; ahora va la nuestra”, algunos decían.
Llovieron piedras, palos. Un granadero fue el encargado de correr de un lado a otro con un extintor para apagar los incendios de las bombas molotov.
“¡Ni un paso atrás compañeros!”, “¡esto es una revolución, viva la revolución!”, “¡Viva la Primavera Mexicana!”, gritaban algunos muchachos.
El mirador de la Torre Latinoamericana se llenaría de curiosos que observaban, desde la mejor perspectiva, el enfrentamiento. Los uniformados levantaban piedras que les lanzaban y que los manifestantes les regresaban. Los jóvenes recogían los cilindros de gas de la Policía y hacían lo mismo.
Ninguno de los dos bandos cedía terreno. Las explosiones de los gases y cuetes eran ensordecedoras, empezaban a surgir los heridos.
La noticia de la muerte de un integrante de la Otra Campaña los enardecería. El odio y el rencor de generaciones que han padecido los peores tiempos de la dictadura perfecta –como Mario Vargas Llosa define los periodos priístas–, parecía renacer en las manos juveniles que con rabia arrojaban piedras que inundaban la avenida.
Había pasado casi 1 hora desde el inicio de la batalla. La Policía intentaba avanzar, los inconformes no les cedían espacio: el enfrentamiento ya era cuerpo a cuerpo. Algunos corrían a una construcción aledaña a Bellas Artes para quitar las láminas y protegerse, otros acarreaban vallas metálicas y las colocaban en fila como medida de protección. Las bancas de la recién restaurada Alameda Central eran colocadas como barricadas.
Los cuerpos de seguridad recibirían una orden: avanzar en conjunto. Los manifestantes corrían, estaban rodeados y buscaban herramientas para detener el avance policial.
Araceli se integraría a la batalla, corría por la avenida buscando resguardo. Ingresaría a una tienda de abarrotes para buscar botellas que sirvieran como bombas molotov. Algunos sacaban cervezas y derramaban todo el líquido en la acera para utilizarlas con el mismo fin.
Algunos comenzaron a destruir cualquier símbolo que les representara al “sistema capitalista”. Las fachadas de casi todos los bancos, hoteles, tiendas y edificios gubernamentales que se encuentran en avenida Juárez fueron destruidas.
Grupos de transeúntes manifiestaban su rechazo a las acciones, al argumentar: “La violencia la iniciaron ellos [los policías] en el Congreso, no vamos a poner la otra mejilla. Cuando protestamos pacíficamente también nos detienen y golpean, al pueblo no le están dejando otra opción.”
Metros atrás eran detenidos algunos inconformes. Grupos de policías se abalanzan sobre ellos, los pateaban, pisaban, los ofendían. Algunos muchachos en estado de inconsciencia alcanzaban a pronunciar sus nombres para que dieran aviso a sus familiares.
La gente que pasaba por el lugar que trataba de grabar con sus celulares lo que ocurría era agredida por la Policía.
El huracán de inconformidadhabía por toda avenida Juárez y Paseo de la Reforma. Negocios habían sido atacados, docenas de personas, detenidas, heridas y humilladas.
Los cristales del edificio de la Lotería Nacional y del hotel Sevilla Palace habían sido destruidos, de éste último, los inconformes lograron quitar una bandera estadunidense. Cuando el símbolo cayó, un grito enérgico brotaría del contingente.
Cacería de brujas
Metros adelante, los manifestantes, ya reducidos en número, comenzarían a dispersarse por las calles contiguas al Monumento a la Revolución para llegar a la acampada del mismo nombre. No todos lo lograrían.
Araceli, de 21 años, es estudiante, no es activista, acudió a la manifestación a título individual. Nunca había participado en movilizaciones. Ese día cambiaría su vida.
Ya cansada, las piernas sin responderle, la fátiga en su cuerpo causándole mareo, se encontraba a sólo una cuadra del Monumento a la Revolución, pero los policías le pisaban los talones. Decidiría resguardarse con otros jóvenes, entre ellos su prima y un compañero, en el lobby del Palace Hotel.
Dos minutos después entraría una columna de policías por los refugiados. Detuvieron a los sospechosos, a otros los buscaban en los pasillos del hotel. Los uniformados bajaron las escaleras golpeando a los detenidos.
Un joven de 18 años que trabajaba de mantenimiento en el hotel también era agredido. Un reportero gráfico se atrevió a tomar fotografías, los granaderos le clavarían los escudos en su pecho, a pesar de que varios gritaban “¡es prensa, es prensa!”.
La gente reflejaba miedo en su rostro, los cuerpos de seguridad controlaban la pequeña sala. Ya nadie se atreve a decir nada. Un huésped se convierte en chivato: señala dónde se escondían los demás.
Eran momentos de angustia. Una niña de escasos 10 años sostenía su canasta con dulces que vende en el Metro, calza huaraches, estaba asustada. Le susurraría a un niño menor que ella: “No te preocupeshermanito, todo va a salir bien, pero tenemos que quedarnos aquí adentro. Los más importante es nuestra vida, ahorita se van los policías”.
Tenía razón. Minutos después los guardianes del orden se fueron con varios jóvenes detenidos en patrullas.
Araceli tuvo suerte: pasó desapercibida entre los pocos huéspedes. Una hora después logró evadir el cerco que había alrededor en una camioneta Toyota que la sacó del Monumento a la Revolución, junto con su prima y un compañero. Horas más tarde llegaría a su casa.
Otros no corrieron con la misma suerte. El lunes 3 de diciembre los abogados informaron que hay 58 hombres detenidos en el Reclusorio Preventivo Varonil Norte y 11 mujeres en el Centro Femenil de Readaptación Social Santa Martha Acatitla. El delito: ataques a la paz pública. La posible sentencia: entre 5 y 30 años de prisión. Entre los lesionados, destacan los casos de: Julián Uriel Sandoval Díaz, un joven estudiante que perdió un ojo por los ataques policiales, y Juan Francisco Quinquedal, un maestro de teatro con traumatismo craneoencefálico que se aferra a la vida aun en estado en coma. Hasta el momento, ningún policía o funcionario había sido detenido por los hechos.
En 1995, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, mediante un comunicado, saludó al nuevo presidente Ernesto Zedillo: “Bienvenido a la pesadilla”. Ahora, una pinta sarcástica borrada del Hotel Hilton permanecerá en la memoria del país: “Ésta es tu bienvenida, Peña Nieto”.
Información: Contralinea.